El caballero tiene cabeza de huevo. No entiende. Rompe fotografÍas, se pega palmaditas en los testÍculos y finalmente manda destruir las estatuas. Se rÍe con los intestinos. Espera un resultado increÍble, pero no pasa nada. Primero son los queltehues que pasan gritando, perseguidos por las nubes. Y después a la estatua le crecen cien cabezas, mil cabezas, un millón de cabezas, un billón y trillón de cabezas.
El caballero no entiende. Sus dedos de alambre rompen otras seis fotografÍas. En la calle suenan gritos sordos de obreros que caminan con pasos de sangre. Las hojas amarillas del otoño tiemblan con la música sorda de sus gargantas… “El Che vive”.
El caballero no puede entender. Se asoma por la ventana. Se sujeta las vÍsceras y vomita. La nieve se convierte en plata susurrante y baja cantando por el rÍo. Canta con alegrÍa. El arriero detiene su caballo para oÍrlo. El rÍo va cantando… “El Che vive”.
Una alucinante pantalla de televisión llena el salón de imágenes. El caballero con la cabeza de huevo hunde la cabeza entre sus brazos de amianto. Sus dientes de latón muerden su lengua escarlata. De pronto, un brillo inusitado enciende fogatas en sus pupilas de plástico. Los autómatas de servicio corren. Llevan mensajes de siniestra cartulina. Asoman sus narices de cobre en la Gran Avenida.
¡IncreÍble! ¡Asombroso! ¡Jamás visto! La primavera envió sus comandos. Saltó la muralla gigantesca del invierno. Algo pasón la galaxia, en los equinoccios. Ni un astro, ni una sola estrella tramitó nada. Y los comandos de la primavera pasaron. AllÍ, en la comuna de San Miguel, aparecieron flores alucinantes. Un viento heroico discutÍa por el pavimento. Crecieron banderas. Nacieron palabras y canciones. Un olor de ciruelas salÍa de los corazones de miles de hombres. Alguien gritó “El Che vive” y la última golondrina, que hacÍa apresuradamente sus maletas en una actitud de ternura incomparable, decidió quedarse, regalar su vida só elo para ver el milagro. Cien cabezas, mil cabezas, un millón de cabezas, un trillón de cabezas crecÍan fabulosamente a la estatua semidestruida. Alguien muy lejos, en las profundidades tremendas del infinito, sonreÍa. Dios sonrÍe cuando ocurren milagros.
Los autómatas de servicio regresan donde el caballero con la siniestra nueva. Con voces de parlantes dan el informe y dicen: “Se ha rebelado el bronce, la estatua no muere, le crecen cabezas infinitas. Una golondrina nos golpeteó con sus alas y un extraño grito de pájaro apasionado para exclamar: ‘El Che vive’”.
El caballero con cabeza de huevo se fue comiendo uno a uno sus dientes de vidrio. Lágrimas de parafina cayeron de sus orejas de aluminio. Un aullido de hiena salpicó la alfombra, las lámparas, la cristalerÍa, y rompió las botellas de whisky. Luego, el silencio espeso del espanto. Miró a los autómatas del servicio y, como en un crujido de rama desganchada, alcanzó a decir: “Estamos malditos. El Che no puede morir. Estamos malditos”.